(o "aprende a sufrir sin quejarte")
Por otros blogs podría decir que, antes de venir, estaba familiarizada con los llamados "malos días" de una au pair. Días en los que todo está del revés y no hay manera de que nada te salga bien, o días en los que el más mínimo comentario es un ataque y sólo tienes ganas de mandarlo todo a la mierda, hacer las maletas y volver a casa. Pero pensaba que sólo eran eso: días. Días sueltos, separados entre ellos. No días seguidos. No una semana entera.
Ahora que ya estamos a domingo, puedo decir sin duda alguna que esta ha sido, con diferencia, mi peor semana. Siete días en las que mis emociones se han subido a una montaña rusa y han decidido dar por saco. Todo empezó tras mi visita a Koblenz, cuando vi que mi amiga allí tiene una HM que da envidia. Yo, por desgracia, siempre acostumbro a ver (envidiar, más bien) lo bueno que tienen los demás e ignorar lo que tengo yo, así que me empecé a comer la cabeza sin parar. Mi problema era que llevaba dos semanas con mi familia trabajando 40 horas semanales y no había tenido ningún tipo de compensación. Ni más tiempo libre, ni más dinero, ni más nada. Me sentí, de repente, explotada. Empecé a alimentar mi propia miseria con más quejas sobre mi familia que, de hecho, ahora las veo como nimiedades, y convertí un problema, fácilmente solucionable con una conversación, en una gran tragedia. Ya os podéis imaginar el drama. Que si me había equivocado de familia, que si que mala suerte tenía, que si la madre era muy seca (esto es un hecho innegable), etc. Después de regodearme el lunes en mi pena, y tras extensas conversaciones con mi familia (real) y amigos en las que me decían que dejara de comerme los mocos y hablara de una vez con los padres (de aquí), me armé de valor y lo hice. Me recorría un sudor frío. Así de nerviosa me sentía. Si es que todo lo tengo que magnificar yo, de verdad. Al final no fue para tanto, está claro. Acordamos en un momento que el martes los tendría libres de ahora en adelante, salvo media hora en la que tendría que quedarme con la pequeña para darle la comida, mientras la madre va a la guardería a recoger a la mayor. Me pareció un buen trato. Que sí, que siguen siendo más de 30 horas semanales, pero tampoco voy a ser tan estricta, la verdad. Sé que cuando yo necesite algo me lo darán sin problemas. Podéis pensar, lógicamente, que este es el fin del drama. Pues no. A pesar de haber hablado con ellos, seguí sintiéndome muy mal. Tenía muchos bajones, los días se me hacían eternos y aunque fui a mis clases de alemán e incluso quedé con gente, me sentía terriblemente infeliz. Cualquier comentario que me hacía la madre, en su tono habitual, me lo tomaba como un ataque. Las niñas estaban más rebeldes que de costumbre y todo era una discusión: no, no puedes subirte a la mesa, que no eres un mono; no, si quieres ir al parque tengo que ponerte el pañal, cielo, no ves que no puedes ir con el culo al aire; no, no puedes cruzar la calle tú sola como una suicida sin darme la mano. No, no, no, no. Construía mis pensamientos alrededor de los no y toda yo estaba condicionada por ellos. Todo era negativo. Un maldito agujero negro. Tenía jaquecas de tanto llorar y todo. El miércoles estaba ya en el pozo, hundida, y el jueves pensaba que las cosas ya no podían ir a peor.
Pero ha vuelto a salir el sol. Literalmente. Mi cerebro ha hecho clic. Es cierto que todo está en la mente, en cómo te ves tú, en cómo afrontas tú las situaciones. Si te pasas el día regodeándote en lo infeliz que eres, es evidente que serás incapaz de verle el lado bueno a las cosas. No sé en qué momento decidí cambiar el chip, pero sé que cada vez estaba más harta de mí misma y de mi actitud, así que dejé de pensar que trabajar de au pair era un castigo que me había impuesto (pensamiento irracional donde los haya) y me obligué a salir de mi modo croqueta. Asombrosamente, la sensación de desasosiego fue desapareciendo. Ayer salí yo sola a dar una vuelta por el centro, después me fui a comer y luego al cine a ver una película en alemán. La película (City of Bones) ya la había visto en castellano, y en parte gracias a ello pude entender la mayor parte de los diálogos. Salí muy satisfecha de la sala, aunque la gente me miraba raro porque iba sola por la vida. Me hizo mucha gracia porque el chico de la taquilla me dio conversación cuando fui a comprar la entrada, y me supe apañar con mi alemán y todo. Pequeños éxitos, supongo. Hoy, por ejemplo, he ido a Mannheim a una quedada de au pairs. No ha ido como me esperaba, pero me ha dado igual. He vuelto contenta a casa, con ganas de poder cenar con mis padres de aquí. No hemos hablado de política (mañana por la noche les saco el tema sí o sí), sino de mi cumpleaños, que es este viernes y les quiero hacer un bizcocho, aunque la madre se haya ofrecido en hacerlo ella. Mañana empiezo mi cuarta semana aquí, y aunque estas tres han pasado lentas, creo que las que vienen no se me harán tan pesadas.
Siento la entrada medio deprimente, pero tenía que escribirla. A lo largo de esta semana he pensado muchas veces en dejar constancia en el blog de lo mal que lo estaba pasando, pero me he contenido. No quería regodearme tanto en mis penas, la verdad, y ponerlas por escrito les otorga una importancia que, realmente, no tienen. Soy consciente de que tiene que pasar cierto tiempo hasta que me sienta cómoda y completamente a gusto, y sé que un papel muy importante lo juega la gente con la que quede y los amigos que haga (amigos, que no conocidos), pero también dependerá mucho de cómo esté yo. No quiero volver a sentirme como me he sentido estos días, eso lo tengo claro. Quiero dejar esta entrada para, cuando esté mal, releerla y recordar que, si quiero estar bien, tengo que ser yo la que decida esforzarse por ser feliz. Nadie lo será por mí.
Me despido con una pregunta para mis lectoras y lectores: ¿alguien ha ido a la Oktoberfest de Stuttgart? ¿Merece la pena? ¿Hay mucho descontrol?